domingo, 12 de octubre de 2014

Matinal de sábado

Un sábado por la mañana con poco más que hacer que pasear con el perro y perderme poco a poco por las empinadas calles del barrio. Un día agradable, aunque fresco; de aquellos días radiantes en que la ciudad se muestra en su máximo esplendor. 
Paseando sin rumbo y con ánimo de descubrir nuevos espacios urbanos me adentro por calles desconocidas, por parques que me sorprenden, por descampados que me acongojan. Llego hasta la puerta de un campo de fútbol de un club desconocido y me decido a entrar. 
Se trata de una instalación antigua reconvertida y muy digna. El verde exagerado del césped artificial contrasta fuertemente con los muros de hormigón que rodean el campo. El bar y las instalaciones están repletos de niños equipados de futbolistas y de sus familiares y amigos. Observo como algunos de ellos desayunan animosamente mientras comentan con alegría y exageración las incidencias del partido pasado.
En el campo se está disputando un encuentro entre chavales de unos doce años. Pienso en mi época de futbolista infantil y recuerdo con cansancio las grandes dimensiones del campo. Compruebo aliviado que actualmente los chicos juegan en un campo transversal, más a su medida. Menos mal.
Observo embelesado el ímpetu de los niños. Una de las equipaciones me recuerda mucho al Europa, segundo club de mi corazón. Este hecho me lleva a sentir estima por ese equipo de chavales y me detengo a observar con mayor detenimiento el juego. Sin embargo pronto me doy cuenta que es el equipo de verde el que mejor toca el balón. Se diría que juegan extraordinariamente bien. Los niños están bien organizados en el campo y tocan la pelota con criterio, buscando a sus compañeros y posicionándose rápido para buscar desmarques, superioridades o paredes. El cerebro del equipo es un chico negro, corpulento y muy rápido. Por él pasan casi todos los balones y con su corta edad es capaz de decidir frenar el ataque, ir para atrás, tener paciencia y observar a sus compañeros o lanzar pases largos con genial clarividencia. 
Al ver semejante nivel de juego conjunto pienso inmediatamente en una buena labor del entrenador y hacia él dirijo mi atención. Se trata de un hombre de unos cuarenta años; sin duda hombre de club y exfutbolista. Lo sugiere su mirada y su seguridad así como algunos comentarios rápidos que le consigo escuchar. Observo a su vez a los chicos del banquillo. Por sus miradas lastimosas se diría que el entrenador no hace demasiadas rotaciones. Un niño especialmente me llama la atención por su extrema tristeza en la mirada y sus movimientos a medio camino entre el fastidio y la aflicción. Se diría que debe jugar poco y eso lo mata por dentro. Me recuerda a mi mismo esa tarde que me escondí en el vestuario con rabia a llorar mi situación de suplente. 
Esas observaciones y recuerdos vuelven a posicionarme en la idea básica que el deporte en la infancia debe tratar de equilibrar competitividad con bienestar emocional, respeto, educación, superación personal y espíritu colaborativo. 
Ensimismado en estos pensamientos pedagógicos caigo en la cuenta que algo me perturba y rompe mi paz matinal de este sábado: se trata de los comentarios y gritos de algunos de los padres que asisten al encuentro. Como si estuvieran poseídos por una necesidad catárquica gritan improperios y barbaridades a propósito de una falta de un chico del otro equipo. Escucho insultos a la madre del árbitro, insultos al otro niño, animan a sus hijos a ser agresivos y violentos, vociferan y pierden definitivamente su credibilidad como padres responsables de la educación de un niño de doce años. 
Me duele vivir esta situación por que no es justo que chavales de estas edades puedan asociar deporte a violencia. 
Sólo uno de los "padres" rivales responde a las provocaciones y contesta a gritos y de malas maneras. El asunto va subiendo de tono entre las dos "hinchadas familiares". 
De repente me doy cuenta que casi todo el mundo está centrado en la trifulca y no en el juego de los muchachos que, por otro lado, no es nada agresivo ni violento y no se ha contagiado de la tensión que se vive fuera. 
La discusión sube de tono y ya se entra en el terreno de las amenazas. No sirven de mucho las intervenciones de ambos entrenadores para apaciguar los ánimos. Finalmente tres o cuatro personas llegan a las manos brevemente ya que son sujetados y controlados rápidamente por otros padres y entrenadores entre gritos y empujones. 
Me entristece enormemente la situación y me vengo a bajo definitivamente al observar al chico rubio del banquillo llorando desconsoladamente al ver como su padre está fuera de sí intentando agredir a otra persona. Mientras, el chico negro, un tanto asustado mira para la grada perdiendo la concentración y el balón. A resultas de esa pérdida la jugada termina en un gol tras flagrante fallo defensivo en cadena. El entrenador, furioso, manda calentar a unos de los chicos del banquillo que, precipitadamente se incorpora al ahora ya caótico juego substituyendo al joven castigado de origen africano que entre sollozos aguanta un broncazo espectacular. 

Aprovecho el momento en que el chico se retira llorando para el vestuario para ponerme a su lado y comentarle que el entrenador ha sido injusto con él y que ha hecho un partido increíble. Me mira con lágrimas en los ojos y me agradece tímidamente el comentario en el mismo momento en que es insultado por el color de su piel por otro aguerrido padre de la hinchada rival. 

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