domingo, 16 de agosto de 2015

Futbol en la plaza mayor



La plaza del pueblo es uno de los lugares por excelencia donde practicar con el balón. Especialmente cuando tienes entre ocho y diez años y aún no te atreves a saltar la valla para acceder al campo de fútbol de la escuela no hay demasiadas alternativas para soñar con ser Messi o Iker Casillas.

Observo desde una terracita justo en medio de la plaza mayor de l'Espluga de Francolí cómo siete niños persiguen incansablemente un balón marcando goles a un chiquitín chino vestido del barça que defiende como portería la puerta de la iglesia aunque con grandes esfuerzos sólo logra bloquear alguno de los tremendos disparos que los más mayores le regalan. Como siempre, el pequeñín es el más pringado de todos en los partidillos de calle.

Entre sorbo y sorbo de mi merecida caña tras quince quilómetros de marcha por la comarca me divierto observando a los chiquillos y me entretengo escuchando las conversaciones de los adolescentes que están sentados en la mesa de enfrente. Sus conversaciones me recuerdan descaradamente a las mías a su edad en el pueblo. Largas tardes de agosto en la plaza donde jóvenes veraneantes y oriundos aprenden y experimentan, ríen y inventan alocadas historias que todos reconocen como falsas pero convierten en verdaderas.

El sol se escurre entre la sombrilla y ataca mi brazo izquierdo. El calor del interior tarraconense es duro pero seco, engrandeciendo el bienestar en las zonas de sombra.

Mis compañeros de terraza son curiosos. A parte del grupito de quinceañeros me acompañan dos jóvenes rumanos que parece que sean de l'Espluga de toda la vida y un par de abuelos tomando vinos sin parar y fumando interminables cigarrillos de liar que no se sacan de la boca para conversar.

El partidillo sigue su curso y el niño chino sigue encajando goles sin parar. Aún recibiendo un tremendo "chupinazo" en toda la cara tiene la moral, tras lloriquear unos segundos, de seguir con el juego. Por lo que veo los mayores no se apiadan demasiado del pequeño y le invitan sutilmente a "descansar" en el banco un rato; a lo que el proyecto de portero se niega en rotundo.

 

Una tarde de domingo de agosto en el pueblo. Todo sigue su curso y a partir de las seis los adultos comienzan a dejarse ver por la plaza para sentarse a tomar un café con los amigos. Más niños invaden el lugar, esta vez armados con bicicletas y patines. Tocan las campanas. El sol en un momento de derrota se esconde tras un cúmulo y el viento agita levemente las hojas de las moreras de la plaza.

 

Los adolescentes siguen su animada conversación sobre borracheras, tipos chungos del pueblo y aventuras inventadas en el instituto y yo me siento viajando en el tiempo a mis quince años y las aburridas tardes de agosto... Por lo que veo las cosas no han cambiado demasiado en casi treinta años.

 

Apuro mi caña y me levanto dispuesto a pasear un rato por el pueblo. Me acerco a los futbolistas de la plaza y me paro a observarlos de cerca: corren con ímpetu, sin reglas de espacio, sonriendo y gritando. Chen (así le llaman) les recuerda que lleva jugando de portero mucho rato y quiere hacer de jugador y uno de los mayores le espeta que se espere a tres goles más. El niño protesta argumentando que le dijeron lo mismo antes y que ya le han marcado unos diez goles. Sin pensármelo dos veces le digo a Chen que salga a jugar, que yo voy a ocupar su lugar en la puerta de la iglesia. El niño desconfía al principio pero me sonríe satisfecho de la oportunidad y sale disparado a jugar. Miro a los mayores que se han quedado estupefactos y sin atreverse a decir nada siguen jugando y entienden que no voy a dejar que me marquen ni un solo gol, bueno, sólo le dejaré marcar uno a Chen...