martes, 3 de junio de 2014

DESCUBRIMIENTO




Al ver la calle desierta me pregunté si no sería ya la hora de la final del mundial. Italia y Alemania iban a verse las caras en Madrid para finiquitar el mundial ochenta y dos.
Efectivamente el partido había empezado ya. Me pregunté con extrañeza el motivo por el que en aquel momento me apetecía más estar dando vueltas en mi flamante Rabassa roja de cross por la parte antigua de Palamós que llegarme a casa a ver el partido pero no supe responderme o tal vez elegí claramente la libertad de la bicicleta a la vuelta a casa temprana. El hecho es que me perdí la final. Mientras pedaleaba por la subida de la Catifa pensando en la bajada espectacular que me esperaba tras el esfuerzo previo me asaltaba la idea de descansar un rato y ver si los italianos -mis favoritos al contar con Rossi entre sus filas- eran capaces de ganar a los germanos. Pero no descansé y me pasé el resto de la tarde en bici pasando una y otra vez por delante de la casa de “ella” contando con un golpe de suerte para coincidir “casualmente”. Creo que aquél día no hubo suerte.
No recuerdo cuantos partidos del mundial debería haber visto aquel verano pero estoy seguro que fueron muchos, casi todos.
Para un niño de diez años recién estrenados que nunca antes había pensado en un balón de futbol no estaba nada mal.
Mi afición por este deporte llegó así, de sopetón.
Las tediosas tardes de finales de junio y de principios de julio se convirtieron de repente en algo apetecible, atractivo y emocionante.
Para un niño acostumbrado a jugar al escondite y a canicas en la hora del recreo y que hasta el momento había detestado las retransmisiones de ese juego tan pesado suponía un cambio radical en sus aficiones.
De hecho no recuerdo patear un solo balón hasta ese verano, cuando instantes después de ver los partidos por televisión me dirigía a mi habitación con un balón de plástico amarillo y simulaba las jugadas que acababa de ver emulando a los Sócrates, Lato, Rossi y Rumenigge ante el desconcierto de mi madre que nunca antes había sufrido los pelotazos en casa.
Pero en el pueblo era distinto. No tenía que pasar la tarde obligatoriamente encerrado en casa con la televisión como amigo del alma sino que era libre de salir, deambular con la bicicleta y experimentar por mi cuenta. Por ello me perdí la final. Aún no me había convertido en un forofo auténtico sino que simplemente estaba empezando a caer bajo el hechizo esférico.
Recuerdo como un par de días después de la final, justo enfrente de los helados italianos que me regalaba cada tarde así que disponía de cinco duros, me encontré tirado en el suelo un periódico deportivo (diría que se trataba del “Dicen”) del día siguiente al triunfo transalpino. Sin detenerme en exceso en su lectura resolví guardarlo como recordatorio del evento ya que allí se relataba con todo lujo de detalles todo lo acontecido en el partido así como un resumen del campeonato. Al llegar a casa lo guardé con cuidado en una carpeta y me dije para mí mismo que desde ese momento coleccionaría los periódicos deportivos de grandes eventos para poder disfrutarlos de nuevo cuando fuera adulto. Ese día comenzó una nueva afición que guardo hasta hoy, treinta años después. 

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