Tras aquél
verano del ochenta y dos vino como de costumbre la anhelada vuelta al cole. Sí.
Era anhelada por el reencuentro con los amigos, por el retorno a los juegos en
el recreo, por las risas y aventuras con los de siempre.
Anhelada
sólo durante breve tiempo ya que la dura realidad se abría paso con rapidez y
hacia finales de septiembre ya comenzaba a contar los días restantes para las
vacaciones de navidad.
Quinto
curso. Aula nueva en el pasillo de los mayores. Nuevos retos por delante y una
nueva afición en la mochila con la que poder divertirme y compartir con mis
compañeros: el fútbol.
Salir al
patio desde los primeros días y formar parte del juego con todos los demás
corriendo atolondradamente detrás de la pelota era un placer indescriptible que
esperaba con ansia desde la entrada a primera hora de la mañana.
Los cursos
anteriores no había participado del juego pero desde el verano del mundial que
ya había descubierto con ilusión lo divertido que era aquello. Desde el primer
día que me entregué con ímpetu a los tremendos campeonatos de la hora del
patio. Se trataba de partidos a vida o muerte en que poner la pierna y
arrastrarse por el suelo no era problema, en que zancadillear o recibir
empujones sólo se sancionaba en la medida en que la víctima soportaba el dolor
o explotaba en llanto.
Se trataba
del típico juego alocado que todos recordamos con felicidad, aunque si nos
remontamos a la época seguro que más de uno recuerda peleas y enfados
monumentales por aspectos como equivocaciones en el tanteo, porteros que se
distraían comiendo el bocata o porteros también que disimuladamente se dejaban
meter un gol en el caso que el acuerdo fuera ocupar la portería por orden a un
gol cada uno. En fin, nada nuevo. Aunque sí que es cierto que ocupar la
portería cuando te morías de ganas de jugar era una de las grandes injusticias
infantiles del momento. Fue por ese motivo que algún niño listo inventó aquello
de los “porteros delanteros”. El tiempo de patio pasaba muy rápido cuando yo
ocupaba la portería y anhelaba que me marcaran un gol para hacer cambio de
guarda-meta y poder jugar. A medida que se acercaba el final de la hora de patio
me observaba a mí mismo, esperando la jugada que me liberara. A menudo esta no
llegaba y volvía frustrado a la clase de matemáticas.
Otra de las
grandes frustraciones aparecía en el momento previo al partido. Se trataba de
un ritual cotidiano en que los dos capitanes, que a menudo eran nombrados
mediante métodos poco democráticos, tenían que elegir a sus jugadores.
Obviamente yo no era ningún portento de técnica ya que mi afición al fútbol era
más que reciente y no había practicado demasiado. Aun así, me defendía como
podía y me salvaba mi corpulencia, que en esos duelos de patio era un argumento
importante. En dicho ritual mi autoestima me hacía creer que me iban a elegir
de los primeros pero el lector ya debe intuir que eso no era así. Sin ser el
último de la lista (el recurso del "bulto deambulante") nunca llegué
a ser el primero, aunque debo decir en mi defensa que a medida que fue pasando
el tiempo de aquél quinto curso y en adelante, mi "caché" fue
subiendo enteros hasta llegar a los segundones que seguían a las estrellas de
los equipos.
Me da que
las tretas y rituales del fútbol en el patio del colegio de inicio de los
ochenta siguen vigentes a día de hoy.
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