Aquél agujero infecto en el que el coronel
Higgins, tan querido por todo su batallón,
expiró tras una agonía de varias horas fruto de una horrible herida de
metralla en el cuello, servía ahora -semanas después de su fallecimiento- de
lugar de recogimiento para toda la tropa que habitaba indefinidamente la
trinchera. En una especie de altar erigido en su honor se exponía una
litografía antigua en la que aparecían en formación los orgullosos futbolistas
de la selección inglesa de football. Al pie aparecían los nombres de los
jugadores así como el año (1906). El último nombre era el del capitán, el
propio Higgins. Se le podía observar posando orgulloso con el balón bajo el
brazo, con una leve sonrisa escondida tras su espeso mostacho. El coronel era
una apasionado de ese deporte. En las largas esperas en la trinchera los
soldados no se cansaban de escuchar las grandes hazañas de su coronel tanto en
la selección como en su querido West
Ham. Era capaz de relatar de mil maneras la agónica victoria ante el
combinado francés en París; cada vez de manera distinta, con goles en el último
minuto una vez, con penaltis injustos otra, con inferioridad de jugadores por
lesión otras y con aplastante superioridad británica las más. Pero en cada
relato, Higgins, atrapaba en un halo de ilusión a todos los soldados,
llevándolos a una tarde de gloria deportiva lejos de la metralla, de los
cañonazos, haciéndoles olvidar el olor dulzón de la sangre de los caídos y la
nauseabunda pestilencia de las heridas infectadas sin remedio.
Los
soldados habían idolatrado a su coronel también por su excelente buen humor aún
en las jornadas más desgarradoras. Los más jóvenes encontraron en él a un
segundo padre en el campo de batalla: sereno, positivo, capaz de insuflar fe y
animar a los más deprimidos, de serenar
a los más desesperados y siempre dispuesto a escuchar y compartir.
Cuando
el viejo futbolista expiró entre barro, pólvora y sangre todo el batallón lloró
y durante unos días pareció que la muerte había ganado definitivamente la
guerra sumiendo a los más jóvenes en el miedo y la desesperanza. No fue hasta
el quinto día tras la muerte de Higgins que alguien reaccionó. Y como cabía
esperar no fue otro sino el cabo Burns.
El cabo
se dirigió a la tropa tras su guardia y lanzó una suerte de proclamas para dar
ánimo a sus compañeros. Especialmente hábil en lo dialéctico, Burns se emocionó
cuando a viva voz se preguntaba qué era lo que Higgins les había enseñado y que
su "padre en la guerra" se estaría revolviendo en la fosa si
observara a sus soldados en ese estado anímico lamentable. Poco a poco sus
palabras hicieron efecto y súbitamente McMillan le interrumpió, litografía en
mano, proponiendo la idea de honrar el último lugar con vida de su coronel y
convertir ese escaso metro de la trinchera en el "lugar" de Higgins.
Los soldados colgaron con cariño la litografía y decoraron el agujero con hojas
de papel llenas de dedicatorias y dibujos. Burns dedicó una tarde a
confeccionar con retales de cuero y casacas de los fallecidos un rudimentario
balón de fútbol para coronar el particular homenaje del batallón. Y desde ese
día todos los soldados pasaban por allí en silencio y con respeto. Algunos se
sentaban a menudo enfrente observando la litografía e imaginando a Higgins en
el estadio de Boleyn Ground anotando goles frente al Leeds United, espoleando a
sus compañeros, contagiando sus ansias de victoria y su fe inquebrantable. Uno
de sus lemas decía algo así como "si crees que puedes conseguirlo ya estás
a medio camino de la meta".
La gran
guerra siguió su curso y la vida cotidiana en la trinchera cada vez tenía menos
de vida y más de muerte. Sin embargo el agujero de Higgins seguía intacto y
cuidado por sus compañeros. Los que iban muriendo dejaban paso a nuevos
soldados de relevo que adoptaban la fe en Higgins de inmediato. Hasta que llegó
el día en que Burns, el último soldado que había conocido al entrañable coronel
murió de un certero disparo germano en la sien
tras varias jornadas sin un solo ruido. A menudo ocurría eso: días
enteros sin disparos, en calma, pudiendo escuchar las conversaciones del
enemigo a esos próximos cien metros, en su trinchera, pasando por las mismas
penalidades que los ingleses. Ocurría que germanos y británicos se insultaban y
bromeaban cada uno en su cubículo, hablando en la lengua del enemigo para que
este pudiera entender perfectamente las referencias a su madre y a los tópicos
de su país en tono de mofa. De vez en cuando, tras un siempre frustrado ataque
a la trinchera enemiga, ambos bandos izaban bandera blanca para poder recoger a
los muchos muertos y heridos escampados por tierra de nadie, despedazados unos,
enredados en las alambradas otros.
Alemanes e ingleses aprovechaban para intercambiarse algunos productos
de primera necesidad y para compartir tabaco.
Los escasos trescientos hombres de ambos bandos que estaban
predestinados a matarse en aquella colina se conocían todos de vista y algunos
de ellos conocían hasta los nombres de pila de sus enemigos. Por ello no
resultó tan extraño lo acontecido en la nochebuena de 1915 cuando a propuesta
del capitán Millar se izó bandera blanca y se acordó con el enemigo un alto el
fuego especial para pasar la Navidad sin disparos. Los hombres salieron de sus
trincheras y compartieron sin importar uniformes sus víveres, tabaco y licores.
Y bien entrada la noche, al calor de la ginebra, alguien se atrevió a profanar
el altar de Higgins y balón en mano propuso jugar un partido de fútbol en el
llano entre las trincheras, británicos contra alemanes.
Fue
aquélla la última navidad para la mayoría de jóvenes allí reunidos. Los
supervivientes, sin embargo, recordarían para siempre los goles nocturnos
anotados entre la alambrada, las risas y alegría compartida en la nochebuena
más extraña de sus vidas.
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