domingo, 28 de febrero de 2016

Champions peruana



Era una mañana preciosa en Pisaq. Un cielo azul espectacular nos envolvía suavemente entre la aparatosidad montañosa del valle sagrado. Mi resaca era poco menos que insoportable. Las aventuras de la noche anterior en la fiesta mayor del pequeño pueblo de Qoria habían desballestado mis defensas y me sentía como muerto en vida mientras tomaba un café callejero en medio del colorido mercado del pueblo. En Qoria lo había pasado en grande. Llegamos por casualidad a través de hacer amistad con el panadero de Pisaq y una vez en la minúscula localidad los parroquianos nos acogieron con tanta cordialidad como curiosidad, tratándose de los primeros extranjeros que se dejaban caer en su fiesta mayor.  Comimos y bebimos sin parar, riendo con la gente del pueblo y tejiendo amistades que con la exaltación alcohólica parecían indisolubles. Bailamos y disfrutamos. También sufrimos al volver de madrugada a Pisaq en el auto del amigo panadero que a duras penas podía coger el volante de la cogorza que llevaba deambulando por la peligrosa carretera con el Urubamba asomando en el fondo del barranco.

Pero habíamos sobrevivido y ahora estábamos dispuestos -pese al dolor de cabeza- a disfrutar del hermoso domingo que se nos presentaba. Tras una breve conversación para decidir nuestro rumbo decidimos dejarnos caer por Chinchero, una pequeña localidad que el domingo acogía un hermoso mercado de ropa y telas indígenas. Para ello nos montamos en una abarrotada furgoneta que se suponía pasaba por allí.
Las tremendas curvas y el mal estado de la carretera me encogían el estómago y el apestoso compañero de viaje que me había tocado en el estrecho sillón remataba la faena sumiéndome en un estado de parálisis que solo podía terminar en un aparatoso vómito que finalmente pude evitar.
Llegamos por fin a Chinchero y admiramos un hermoso pueblecito quechua repleto de comerciantes de toda la comarca vendiendo sus coloridas telas, con hombres, mujeres y niños vestidos a la manera tradicional. Rápidamente nos convertimos en la atracción de todo el mundo y lógicamente intentaron hacer negocio ofreciéndonos sus mercancías. Consciente que cuando viajo a menudo hago compras en ese momento indiscutibles pero que una vez en casa me resultan absolutamente innecesarias declino los ofrecimientos y me centré en observar los puestos de frutas y verduras así como los de ungüentos tradicionales que tanto me llaman la atención.
Deambulamos tranquilamente por Chinchero y atisbamos una iglesia de tipo colonial a las afueras de la pequeña localidad. Lógicamente nos acercamos a ella. Se trataba de una pequeña iglesia barroca a todas luces de origen español. Era linda y estaba bien cuidada. Intentamos entrar pero estaba cerrada aunque un viejo que yacía sentado en el suelo se ofreció a ir a buscar al párroco para que nos la pudiera enseñar por dentro.
Los cuatro catalanets alucinamos cuando nos encontramos un fresco gigante de las montañas de Montserrat en la pared principal y una réplica de la moreneta llena de ofrendas florales a sus pies.  La pequeña iglesia se llamaba precisamente así, Montserrat, y constituía una prueba viva del paso de catalanes por esta lejana zona del valle sagrado hace siglos.

Siempre que nos movemos por el mundo los catalanes nos enorgullecemos al encontrar rastro de nuestros ancestros en lugares inesperados. Con ese orgullo patético salimos de la iglesia por una pequeña puerta en el ábside y nos encontramos de repente con algo inesperado. Enfrente nuestro  había un prado bien grande donde se agolpaban decenas de familias disfrutando del domingo soleado comiendo y bebiendo en comunidad. Atiné que especialmente la bebida estaba muy omnipresente en los cuerpos de la mayoría de parroquianos. La felicidad y el buen ambiente se palpaban en el aire.
Paseamos distraídamente entre las familias a la vez que nos ofrecían comida  y bebida. Mi espíritu viajero se inclinaba  a aceptar y sentarme con ellos pero mi maltrecho estómago impuso cordura.

De repente en medio del prado se armó un revuelo y decenas de hombres y mujeres empezaron  a correr como posesos. Acababan de  empezar un partido de fútbol! Como porterías armaron  un par de postes pequeños en el suelo. Iban todos descalzos y perseguían sin miramientos un balón que andaba botando arbitrariamente entre la hierba del terreno. Resultaba curioso ver a hombres, mujeres y niños de todas las edades vestidos con el atuendo tradicional emplearse tan a fondo en un partido sin ley repleto de caídas, tropiezos y risotadas conjuntas al ver a los más borrachos intentar correr sin irse al suelo. Todo el pueblo estaba reunido allí, feliz, animando a sus familiares en un encuentro improvisado que me pareció sencillamente apasionante.
Los más viejos seguían con la mirada las idas y venidas y sonreían ante las trompadas que se daban los jugadores.
Me quedé perplejo y ensimismado observando lo bien que lo pasaban. De repente una hermosa adolescente se acercó y me cogió de la mano llevándome hacia los jugadores. No pude negarme y terminé corriendo como un loco persiguiendo un balón chutado sin ton ni son de un lugar a otro con cuarenta o cincuenta personas arrollándome, dándome empujones, cayendo y partiéndose de risa ante las numerosas situaciones ridículas que se  daban.
Todo el mundo llevaba una buena trompa y comprendí  que cada domingo de buen tiempo debían organizar semejante festival.

Agotado tras quince minutos de trotar y reír me despedí de los jugadores entre abrazos y risas. Una niña me despidió con una fuerte palmada en el culo que me dejó algo confuso mientras todos los demás seguían jugando entre las tremendas risotadas del público que, licor en mano, comentaba los pormenores del juego. La hermosa iglesia de Montserrat presidía  el evento y le lengua española se desdibujaba completamente en una única comunicación común en quechua.

Abandonamos Chinchero rumbo a un cruce de carreteras donde nos buscaríamos la vida para volver al Cuzco y yo me iba girando mientras caminaba por la carretera para comprobar que el partido seguía  vivo y el fútbol cumplía su cometido de divertir a la comunidad y de facilitar un espacio de felicidad compartida. Me hubiera apetecido quedarme a jugar con ellos todo el domingo.  Tal vez algún día vuelva a Chinchero para  disputar otro encuentro en comunidad. 

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