Era una
mañana preciosa en Pisaq. Un cielo azul espectacular nos envolvía suavemente
entre la aparatosidad montañosa del valle sagrado. Mi resaca era poco menos que
insoportable. Las aventuras de la noche anterior en la fiesta mayor del pequeño
pueblo de Qoria habían desballestado mis defensas y me sentía como muerto en
vida mientras tomaba un café callejero en medio del colorido mercado del
pueblo. En Qoria lo había pasado en grande. Llegamos por casualidad a través de
hacer amistad con el panadero de Pisaq y una vez en la minúscula localidad los
parroquianos nos acogieron con tanta cordialidad como curiosidad, tratándose de
los primeros extranjeros que se dejaban caer en su fiesta mayor. Comimos y bebimos sin parar, riendo con la
gente del pueblo y tejiendo amistades que con la exaltación alcohólica parecían
indisolubles. Bailamos y disfrutamos. También sufrimos al volver de madrugada a
Pisaq en el auto del amigo panadero que a duras penas podía coger el volante de
la cogorza que llevaba deambulando por la peligrosa carretera con el Urubamba
asomando en el fondo del barranco.
Pero
habíamos sobrevivido y ahora estábamos dispuestos -pese al dolor de cabeza- a
disfrutar del hermoso domingo que se nos presentaba. Tras una breve
conversación para decidir nuestro rumbo decidimos dejarnos caer por Chinchero,
una pequeña localidad que el domingo acogía un hermoso mercado de ropa y telas
indígenas. Para ello nos montamos en una abarrotada furgoneta que se suponía
pasaba por allí.
Las
tremendas curvas y el mal estado de la carretera me encogían el estómago y el
apestoso compañero de viaje que me había tocado en el estrecho sillón remataba
la faena sumiéndome en un estado de parálisis que solo podía terminar en un
aparatoso vómito que finalmente pude evitar.
Llegamos
por fin a Chinchero y admiramos un hermoso pueblecito quechua repleto de
comerciantes de toda la comarca vendiendo sus coloridas telas, con hombres,
mujeres y niños vestidos a la manera tradicional. Rápidamente nos convertimos
en la atracción de todo el mundo y lógicamente intentaron hacer negocio
ofreciéndonos sus mercancías. Consciente que cuando viajo a menudo hago compras
en ese momento indiscutibles pero que una vez en casa me resultan absolutamente
innecesarias declino los ofrecimientos y me centré en observar los puestos de
frutas y verduras así como los de ungüentos tradicionales que tanto me llaman
la atención.
Deambulamos
tranquilamente por Chinchero y atisbamos una iglesia de tipo colonial a las
afueras de la pequeña localidad. Lógicamente nos acercamos a ella. Se trataba
de una pequeña iglesia barroca a todas luces de origen español. Era linda y
estaba bien cuidada. Intentamos entrar pero estaba cerrada aunque un viejo que
yacía sentado en el suelo se ofreció a ir a buscar al párroco para que nos la
pudiera enseñar por dentro.
Los
cuatro catalanets alucinamos cuando nos encontramos un fresco gigante de las
montañas de Montserrat en la pared principal y una réplica de la moreneta llena
de ofrendas florales a sus pies. La
pequeña iglesia se llamaba precisamente así, Montserrat, y constituía una
prueba viva del paso de catalanes por esta lejana zona del valle sagrado hace
siglos.
Siempre
que nos movemos por el mundo los catalanes nos enorgullecemos al encontrar
rastro de nuestros ancestros en lugares inesperados. Con ese orgullo patético
salimos de la iglesia por una pequeña puerta en el ábside y nos encontramos de
repente con algo inesperado. Enfrente nuestro
había un prado bien grande donde se agolpaban decenas de familias
disfrutando del domingo soleado comiendo y bebiendo en comunidad. Atiné que
especialmente la bebida estaba muy omnipresente en los cuerpos de la mayoría de
parroquianos. La felicidad y el buen ambiente se palpaban en el aire.
Paseamos
distraídamente entre las familias a la vez que nos ofrecían comida y bebida. Mi espíritu viajero se
inclinaba a aceptar y sentarme con ellos
pero mi maltrecho estómago impuso cordura.
De
repente en medio del prado se armó un revuelo y decenas de hombres y mujeres
empezaron a correr como posesos.
Acababan de empezar un partido de
fútbol! Como porterías armaron un par de
postes pequeños en el suelo. Iban todos descalzos y perseguían sin miramientos
un balón que andaba botando arbitrariamente entre la hierba del terreno.
Resultaba curioso ver a hombres, mujeres y niños de todas las edades vestidos
con el atuendo tradicional emplearse tan a fondo en un partido sin ley repleto
de caídas, tropiezos y risotadas conjuntas al ver a los más borrachos intentar
correr sin irse al suelo. Todo el pueblo estaba reunido allí, feliz, animando a
sus familiares en un encuentro improvisado que me pareció sencillamente
apasionante.
Los más
viejos seguían con la mirada las idas y venidas y sonreían ante las trompadas
que se daban los jugadores.
Me
quedé perplejo y ensimismado observando lo bien que lo pasaban. De repente una
hermosa adolescente se acercó y me cogió de la mano llevándome hacia los
jugadores. No pude negarme y terminé corriendo como un loco persiguiendo un
balón chutado sin ton ni son de un lugar a otro con cuarenta o cincuenta
personas arrollándome, dándome empujones, cayendo y partiéndose de risa ante
las numerosas situaciones ridículas que se
daban.
Todo el
mundo llevaba una buena trompa y comprendí
que cada domingo de buen tiempo debían organizar semejante festival.
Agotado
tras quince minutos de trotar y reír me despedí de los jugadores entre abrazos
y risas. Una niña me despidió con una fuerte palmada en el culo que me dejó
algo confuso mientras todos los demás seguían jugando entre las tremendas
risotadas del público que, licor en mano, comentaba los pormenores del juego.
La hermosa iglesia de Montserrat presidía
el evento y le lengua española se desdibujaba completamente en una única
comunicación común en quechua.
Abandonamos
Chinchero rumbo a un cruce de carreteras donde nos buscaríamos la vida para
volver al Cuzco y yo me iba girando mientras caminaba por la carretera para
comprobar que el partido seguía vivo y
el fútbol cumplía su cometido de divertir a la comunidad y de facilitar un
espacio de felicidad compartida. Me hubiera apetecido quedarme a jugar con
ellos todo el domingo. Tal vez algún día
vuelva a Chinchero para disputar otro
encuentro en comunidad.