Un fuerte dolor en el
pecho consiguió doblegar la voluntad del viejo Albert y hacerle ver que para él
había finalizado el encuentro en la primera mitad. Sus compañeros de tribuna
alarmados por lo que parecía un infarto buscaron rápidamente ayuda médica. Cuando
el personal de la Cruz Roja lo sacaba con dificultades entre los asientos
repletos de la segunda gradería recostado en una camilla, Albert atinó a echar
un vistazo rápido pero cargado de intensidad sobre el luminoso césped del Camp
Nou intuyendo que tal vez fuera esa la última vez que lo disfrutaba.
La ambulancia no tardó
más de diez minutos en el traslado hasta el Clínic aunque para él pareció mucho
más tiempo. Ya no sentía dolor ni ahogo. Embargado en una agradable atmósfera
de relajación Albert comenzó a vislumbrar unas extrañas luces de colores pastel
que contenían retazos de sus casi setenta años de vida. En un estado de
somnolencia revivió en diez minutos instantes lejanos, antiguos, algunos ya
olvidados, otros siempre presentes. Con la mirada fija en un punto
indeterminado escuchaba, observaba y sentía en su piel con plena conciencia de
un final cercano instantes de su vida aparentemente banales algunos, cotidianos
o lejanos otros y repentinamente cruciales los menos. Pero todos ellos
reconocibles en el tiempo y el espacio; todos ellos claros y contextualizados;
revividos en una extraña visión de tercera persona con Albert viejo como
observador de un Albert niño, adolescente, joven, maduro y anciano.
Precisamente ese punto de vista objetivo, fuera de la acción y viéndose a sí
mismo era algo que le causaba una ligera perturbación. El sonido de la sirena
de la ambulancia, lejos de molestar, contribuía a su relajación progresiva a
modo de mantra y los vaivenes de la conducción ayudaban a mitigar la angustia.
Los retazos de vida
que se le aparecieron tejían una existencia aparentemente sosegada,
moderadamente feliz (como buen catalán) pero con golpes escondidos y heridas
antiguas aún sangrantes: aquella tarde en que necesitaba el abrazo de su madre
y recibió un sopapo, las lágrimas emocionadas de la mujer de su vida delante
del altar diciéndole que lo amaba, los ojos de rabia del chico al que maltrató
aquella tarde en el patio del colegio, la ventana de la iglesia rompiéndose en
mil pedazos tras su pedrada, el profesor Antonio sonriéndole después de no
explicar a su madre que lo había pillado repleto de chuletas en el examen de
quinto, el beso de Montse que le abrió las puertas a la sexualidad, el vermouth
tranquilo de primavera en la terraza de casa escuchando Django Reinhardt, el
dolor en la mandíbula tras el puñetazo en la "Festa Major", el
desayuno con melindres en casa de la vecina, su padre mostrándole un condón, su
primer día como abogado en la empresa de toda la vida, la feliz borrachera con
Jaume y Andreu al salir de la oficina, la lectura sosegada de Viktor Frankl, la
alegría de ganar los juegos florales en bachillerato, el dulce aroma de la
leche con miel que le daba a su hijo Miquel antes de dormir, la nauseabunda
mañana en que la mujer de su vida le reveló que ya no le amaba a sus cuarenta
años, el sabor de la Guiness en Dublín, la vergüenza de saberse responsable del
fracaso en el proyecto de fusión, el gatillazo con Mónica, Susana y ella, la
poesía a la muerte de su madre, la sonrisa de Miquel al marcar el gol que hacía
campeón a su colegio, todas las noches de insomnio y vino echándola de menos,
todos los meses y años echándola de menos, media vida echándola de menos, cómo
Manel rompió su coche de carreras favorito del scalextric, la insinuación clara
de aquella linda latina en el metro, la imperceptible garúa de Lima y el frío
en los huesos, la pizza con su hijo al teléfono explicándole que marchaba a
China a trabajar, anudando la bolsita azul que guardaba su anillo de casado y
que ya nunca se volvió a abrir, la tarde en que subió a su montaña especial
para encontrar de nuevo su valor, las luces de la discoteca adolescente, la
emoción desbocada con el gol de Iniesta ante el Chelsea y los abrazos con los
amigos, el pelo de Irene cuando se giraba a hablar con él en el pupitre, la
caída en bicicleta por el terraplén, los ojos llorosos de ella y sus duras
palabras de alejamiento definitivo, sosteniendo a Miquel borracho en el
ascensor, el cognac en la boca para paliar el dolor de muelas, el calor en la
cara con el sol primaveral de Esterri, la expulsión injusta del terreno de
juego en el cadete B, la noche en que descubrió a Kant, el sabor de la carne
especiada y el olor mezclado en Djema el Fnaa, el sudor frío ante el atraco en
el cajero, los ojos en blanco de ella mientras fundían sus cuerpos en el sofá
sintiendo plenitud, la emoción de Miquel al saberse arquitecto en el último
examen, el pañuelo manchado de sangre de
la enfermera que lo sujetaba mientras el doctor le ponía la nariz en su sitio,
el volumen molesto de la radio con boleros sonando aquella mañana en que se iba
a pescar con su padre ….
Sin apenas darse
cuenta se encontraba ya en una sala extraña con sombras que se movían y
murmuraban a su alrededor haciéndole presagiar un destino desconocido. Sin
reconocer a las personas que lo rodeaban ni poder escuchar sus palabras pensó
en que la posibilidad de una muerte inminente era algo más que probable.
Precisamente por ello se forzó a pensar y centrarse en algo que hubiera
empezado y terminado bien en su vida. Disponía ya de pocas fuerzas conscientes
para dirigir coherentemente su pensamiento pero aun así se esmeró con ahínco puesto que deseaba morir
con la idea de alguna misión concluida, de un trabajo bien orquestado del que
sentirse orgulloso y pleno. Codiciaba despedirse aferrado a un éxito personal,
al placer de algo bien hecho y fue entonces cuando de repente logró balbucear
para los allí presentes unas palabras inconexas que pretendían pedir a alguien
que le trajera su álbum de cromos de fútbol de la liga 56-57, el único que
finalizó en su infancia, para morir abrazado a él. No logró su propósito y
murió pocos minutos después sin llegar a recordar que en dicha colección nunca
llegó a obtener el cromo de Luisito Suárez.