domingo, 22 de febrero de 2015

Pensamientos del guardameta I


No fue  otro motivo sino únicamente la obstinada testarudez del técnico argentino, destinado a diferenciarse definitivamente de su escuela de origen, la que llevó al modesto equipo desde la siempre presente opción de descenso a segunda a la permanente opción de lucha por el título liguero nacional. Más allá de los títulos, el equipo se había convertido en una escuadra de referencia mundial por su solvencia en el juego de ataque y su cariño por el control del balón y el juego. Todo ello había repercutido claramente en el modo de juego del guardameta, Miguel ,oriundo de un pequeño pueblo murciano, provocando en él largos espacios de tiempo sin intervenir en el juego, a la espera de algún balón cedido o alguna fugaz acción del contrincante, casi siempre pertrechado en su área defendiendo con uñas y dientes el acoso incesante de su rival.
Miguel disfrutaba de larguísimos espacios de paz, sin intervenir en el juego ya que sus compañeros se encargaban con éxito de mantener al contrincante agazapado en su área.
Aquella tarde, el guardameta andaba algo confuso por la última discusión con su esposa, fémina aguerrida y controladora, y se sentía apesadumbrado por las duras palabras de desdén que ella le había lanzado. Su nula misión en el juego le dejaba tiempo para aflorar sus pensamientos y desenchufarse momentáneamente del partido. Impertérrito al borde del área recordó el penoso origen de la discusión y llegó a la conclusión que el el hecho de descuidarse el pote de champú y gel abiertos en la bañera tampoco era algo tan grave ni ofensivo para provocar la aversiva conducta de su esposa. Así las cosas y ensimismado en tales pensamientos tuvo el acierto de dar un buen pase hacia el carrilero que de nuevo enzarzaba la batalla en terreno rival.
Miguel se sentía afligido por la dura discusión y se echaba la culpa por no haber tapado los dichosos  enseres del baño pero un atisbo de rabia contenida recorría sus venas: ¿cómo podía ser que en su baño se agolparan de manera inexplicable docenas de champús para la caspa, para la grasa, para fortalecer, para las mechas, teñidos, rizos perfectos , ondulados, reflejos, alisado japonés, liso normal y tantos otros acompañados de filtros solares, mascarillas diversas, tónicos de todo tipo y acondicionadores de diversas marcas y todos ellos -eso sí, perfectamente tapados- pero todos a medias o casi llenos?, ¿cómo se explicaba eso?, ¿no era aquella suerte de muestra extrema de peluquería de lujo atiborrada mucho peor que su simple bote de gel destapado encima de la bañera? ,  ¿no representaba para su orden cotidiano mucha mayor afrenta toda aquélla algarabía sin sentido que un triste champú sin cerrar? , ¿a qué extraña adicción se debería aquél desvarío que tanto le acongojaba cada mañana en el baño educado él en una cultura de "cuando se termina algo se compra lo siguiente"?  Atrapado en esa idea no atisbó a reaccionar ante un descomunal punterazo desde fuera del área del nueve rival, que a la postre era calvo y celebró el golazo con su equipo dejándose besar la cabeza repetidamente por el resto de sus compañeros.

martes, 17 de febrero de 2015

Un 5 de diciembre de 1976


En diciembre se cumplieron 38 años de un momento histórico para el fútbol vasco. Fue una soleada tarde de ese mes de 1976 en el viejo y querido Atocha, símbolo del fútbol guipuzcoano, dónde saltaban al césped juntos los dos equipos más laureados de Euskadi: la Real Sociedad y el Athletic de Bilbao. Pero aquella salida de ambos conjuntos iba a ser especial y conmovedora para toda la parroquia. Los dos capitanes, Inaxio Kortabarria y el mítico José Ángel Iribar, aparecían juntos enarbolando la bandera de su país, en aquél momento prohibida en España. Pasearon desde la salida de vestuarios hasta el centro del campo con una Ikurriña casera bordada por la hermana de Josean de la Hoz, suplente del club realista que había propuesto y liderado semejante afrenta ante el aún fascistoide gobierno de España.
Todos los jugadores secundaron en comitiva a sus capitanes demostrando al mundo su orgullo por ser vascos y recriminando la falta de libertades en la que vivíamos todos sumidos por aquél entonces.
Josean de la Hoz tuvo la idea inicial y así fue propuesta al resto de jugadores de la Real y al club; más tarde lo propondrían al Athlétic y sus jugadores aceptando todos inmediatamente.
La Ikurriña llegó al estadio escondida en el automóvil del propio Josean. Quiso la mala suerte o la intuición de un policía de la época que el vehículo del propio jugador fuera parado en las inmediaciones de Atocha y registrado a conciencia queriendo la fortuna que la bandera escondida bajo los asientos no fuera vista por los agentes.
Se comenta que algunos de los policías nacionales dentro del estadio al ver que los dos equipos saltaban al terreno de juego con su insignia nacional estuvieron a punto de crear un serio altercado arrebatándoles a los capitanes la tela por la fuerza y pretendiendo detenerlos allí mismo. Alguno de los uniformados, no nos consta si por inteligencia o por miedo, hizo desistir a sus descerebrados compañeros y se limitó a lanzar unos cuantos gritos al estilo de "esto no quedará así!" hacia los jugadores.
El público donostiarra que asistió a ese partido difícilmente va a olvidar lo sucedido. Los jugadores creo que tampoco. Y es que algunas veces el deporte regala gratas sorpresas en forma de reivindicación o pequeñas rebeldías ante la injusticia. Quizás estas anécdotas nos queden muy lejanas hoy, especialmente en el multimillonario mundo del fútbol de élite pero vale la pena rescatarlas del baúl de los recuerdos para que los deportistas jóvenes de hoy no se limiten exclusivamente a estar pendientes de su corte de pelo o  de su nueva chaqueta de diseño exclusivo con filigranas a juego con los botones de la bragueta.
Aquél 5 de diciembre la victoria realista por 5-0 fue lo anecdótico. Ganaron todos. Ganó Euskadi. 

domingo, 1 de febrero de 2015

Encuentros en el patio de la escuela


Tras aquél verano del ochenta y dos vino como de costumbre la anhelada vuelta al cole. Sí. Era anhelada por el reencuentro con los amigos, por el retorno a los juegos en el recreo, por las risas y aventuras con los de siempre. 
Anhelada sólo durante breve tiempo ya que la dura realidad se abría paso con rapidez y hacia finales de septiembre ya comenzaba a contar los días restantes para las vacaciones de navidad. 
Quinto curso. Aula nueva en el pasillo de los mayores. Nuevos retos por delante y una nueva afición en la mochila con la que poder divertirme y compartir con mis compañeros: el fútbol. 
Salir al patio desde los primeros días y formar parte del juego con todos los demás corriendo atolondradamente detrás de la pelota era un placer indescriptible que esperaba con ansia desde la entrada a primera hora de la mañana. 
Los cursos anteriores no había participado del juego pero desde el verano del mundial que ya había descubierto con ilusión lo divertido que era aquello. Desde el primer día que me entregué con ímpetu a los tremendos campeonatos de la hora del patio. Se trataba de partidos a vida o muerte en que poner la pierna y arrastrarse por el suelo no era problema, en que zancadillear o recibir empujones sólo se sancionaba en la medida en que la víctima soportaba el dolor o explotaba en llanto. 
Se trataba del típico juego alocado que todos recordamos con felicidad, aunque si nos remontamos a la época seguro que más de uno recuerda peleas y enfados monumentales por aspectos como equivocaciones en el tanteo, porteros que se distraían comiendo el bocata o porteros también que disimuladamente se dejaban meter un gol en el caso que el acuerdo fuera ocupar la portería por orden a un gol cada uno. En fin, nada nuevo. Aunque sí que es cierto que ocupar la portería cuando te morías de ganas de jugar era una de las grandes injusticias infantiles del momento. Fue por ese motivo que algún niño listo inventó aquello de los “porteros delanteros”. El tiempo de patio pasaba muy rápido cuando yo ocupaba la portería y anhelaba que me marcaran un gol para hacer cambio de guarda-meta y poder jugar. A medida que se acercaba el final de la hora de patio me observaba a mí mismo, esperando la jugada que me liberara. A menudo esta no llegaba y volvía frustrado a la clase de matemáticas. 

Otra de las grandes frustraciones aparecía en el momento previo al partido. Se trataba de un ritual cotidiano en que los dos capitanes, que a menudo eran nombrados mediante métodos poco democráticos, tenían que elegir a sus jugadores. Obviamente yo no era ningún portento de técnica ya que mi afición al fútbol era más que reciente y no había practicado demasiado. Aun así, me defendía como podía y me salvaba mi corpulencia, que en esos duelos de patio era un argumento importante. En dicho ritual mi autoestima me hacía creer que me iban a elegir de los primeros pero el lector ya debe intuir que eso no era así. Sin ser el último de la lista (el recurso del "bulto deambulante") nunca llegué a ser el primero, aunque debo decir en mi defensa que a medida que fue pasando el tiempo de aquél quinto curso y en adelante, mi "caché" fue subiendo enteros hasta llegar a los segundones que seguían a las estrellas de los equipos. 
Me da que las tretas y rituales del fútbol en el patio del colegio de inicio de los ochenta siguen vigentes a día de hoy.