jueves, 21 de agosto de 2014

PARTIDITO PLAYERO

                                                     


Amanece muy nublado. Un cielo gris oscuro amenaza con arruinar definitivamente el día de playa de los veraneantes ávidos de sol y aguas cristalinas. Los padres de los niños pequeños empiezan a dilucidar ideas creativas para pasar la mañana lo más divertida posible. 
Descartado el baño playero sólo algo peor puede acontecer: una intensa lluvia que no les permita salir del minúsculo apartamento condenándolos a estar enjaulados en un clima de gritos, movimientos infantiles descontrolados y quejas fundadas de los abuelos. Ante esta perspectiva crítica algunos padres se afanan a motivar a sus pequeños a jugar a ese dominó infantil olvidado, a hacer dibujos con pinturas de dedos pringando el sofá de la abuela, a montar las vías del trenecito escampado por toda la sala sin dejar espacio para los movimientos con muleta del abuelo o a explicar cuentos que los niños se saben de memoria. Algunas familias mas arriesgadas improvisan un taller de cocina ante la desesperación de las abuelas y otras más modernas se atreven a dejar sus tablets, iphones y demás a sus pequeños para que puedan experimentar desde las pantallas.

Yo decido salir de casa con mi hijo de tres años. Nos enfundamos las camisetas respectivas del Barça. La de Messi para él y la de Xavi para mí. Cogemos el balón y nos dirigimos decididos a la zona de porterías de fútbol en la playa grande. A esta hora de la mañana aún no se ha montando ningún partidillo improvisado y podemos usar una portería entera. 

El niño, alegre, se dedica a chutar una y otra vez hacia la red marcando goles sin parar. 
Parece que le produce un placer especial observar como el balón se estrella en la red moviéndola entera. Celebra algunos goles con las manos en alto y gritando. Yo se la voy pasando y voy recogiendo la pelota de la portería. Me lo paso bien. El disfruta. Ríe. Se enfada cuando no toca bien la bola. Se emociona cuando consigue que la pelota se levante y entre en la portería por el aire y no rodando. 

Pasamos un buen rato hasta que un grupo de niños aparece con intenciones de jugar. 
Rápidamente se les unen otros tantos y finalmente aparece algún adolescente con ganas de fútbol. 

Mi hijo y yo nos apartamos y nos ponemos a observar tras una de las porterías. Por lo que parece él ya se ha cansado del balón y ahora se dedica a jugar con una niña de unos diez años que se le ha acercado con unos juguetes playeros. 

Me tomo mi tiempo para observar cómo los niños se organizan rápidamente en dos equipos (básicamente los del pueblo en un lado y los turistas en otro), cómo deciden los criterios para relevar al portero y cómo definen sin después hacer mucho caso las posiciones que cada uno debe ocupar en el campo. 

Cómodamente instalado tras la portería del equipo "local" del que también forman parte algunos fichajes "extranjeros" observo con atención el juego, caótico, lleno de chutes sin sentido, patadones sin mala intención, gritos, algarabía y mucho polvo. Me divierte ver las jugadas individuales -algunas muy sobresalientes- y el empeño que le ponen los jóvenes futbolistas. 

Sin embargo, aquello que más me conmueve y me llama la atención, no tiene nada que vercon el juego en sí. El portero local que tengo delante de mí y sus defensas (cuatro niños, dos de ellos de Madrid) están tranquilamente conversando mientras su equipo ataca. Se trata de conversaciones cortas, preguntas, comentarios. 

"Pues si, yo soy catalán; y entonces tú eres español, ¿no? ...así, mejor te hablo en español"; "os acordáis del paradón que le hice al Toni en el penalti del otro día? "; "mis padres me dicen que debo jugar con calcetines para no hacerme daño en los pies"; "este año voy a empezar quinto curso en la Salle"; "ese francés pequeñito es bueno, eh?"; "mi novia vive en Madrid pero aquí tengo otra nueva, para el verano"; "cómo vamos? "; "esos dos van con nosotros? "; "cañardos no! "; "bloquéalo!"; "perdona, quería darle a la pelota"; "estoy de vacaciones con mi madre"; "no, mi padre vive lejos, lo veré por navidades"; "y en invierno también venís a jugar aquí? ... ! Que suerte! "; "quedamos en hacer cambio de portero a cada gol! ... A quién le toca ahora? ...ehhh! "; "y en Madrid qué os parece 
que nosotros vayamos a ser independientes? "....

Se presenta ante mí un compendio sintetizado de pequeñas inquietudes cotidianas, de bienestar y convivencia, de relaciones auténticas y diálogos simples, reales. Algo tan fácil pero tan fantástico. 

Los adultos no acostumbramos a escuchar a los niños, más bien tendemos a hacerlos callar. Pero cuando los observamos de veras y escuchamos con todo no es difícil intuir el auténtico material humano a potenciar e incentivar. Encontramos entonces sus iniciativas, sus pensamientos, sus dudas, miedos y convencimientos. Y los exponen con claridad y respeto, sin miedos ni cinismos. 

Vuelvo a casa con mi hijo convencido, una vez más, que los argumentos infantiles son tan válidos como los de los adultos, esperando a que mañana vuelva a hacer mal tiempo para volver a instalarme tras una de las porterías de la playa.